viernes, 7 de febrero de 2014

De la antítesis

Que estuviese moviendo el té no habría sido noticia de no ser porque no usaba cuchara. Se llevó el dedo a la boca preguntando sonriente: ¿qué? Nada, nada- respondí sacudiéndome el sopor-. Esa noche no había pegado ojo.

Hacía poco más de un año que nos conocíamos y aún seguía siendo una gran incógnita. Aparecía y desaparecía del mismo modo que el sol un febrero por la mañana. Le gustaba esconderse entre mis sábanas, llamarme a gritos te quiero, para luego tratarme con la (in)deferencia que se trata a un extraño. Adoraba los días grises y oscuros, las noches largas, la luz encendida. Odiaba la lluvia y las nubes, los días cortos, el interruptor arriba. Se quejaba de los llantos entre lágrimas. Era una suerte de gato negro, ojos jade, que decidió cruzarse en mi camino. Era todo y nada.

Recuerdo, como recuerdo cada segundo, la primera vez que me miró. Fatalidad. Abracé aún más fuerte mi consabido radicalismo. Salté al vacío sin detenerme a mirar dónde quedaba el suelo. Ella se mordía desnudo, el labio. La segunda vez que me miró, ya estaba arriba. 

Le gustaba bailar con las olas, pero se ahogaba en un vaso de agua. Era el pero de esa frase que empieza en sí y muere en no. Blanca y pura cocaína. Le gustaban los juegos. Le quemaba la voz el orgullo. Habría dicho quién era, creí reconocer su coreografía hasta que me cogió de la mano entre giros y piruetas.

Siendo sincero, la conocí. Siendo sincero, no la conozco. ¿Quién es? ¿Qué quiere?

¡Oye!-increpó a mi ausencia-. Perdona, solo pensaba en mis cosas- repliqué-. Se terminó el té de un sorbo mientras nos levantábamos y salíamos.

 Fuera nos dio la bienvenida la realidad. Me miró cómplice. Sus ojos dijeron: estoy segura de que te quieres conmigo. Su boca susurró: me voy. Y ella se fue con el viento.