Que estuviese moviendo el té no habría sido noticia de no ser porque no
usaba cuchara. Se llevó el dedo a la boca preguntando sonriente: ¿qué? Nada,
nada- respondí sacudiéndome el sopor-. Esa noche no había pegado ojo.
Hacía poco más de un año que nos conocíamos y aún seguía siendo una gran
incógnita. Aparecía y desaparecía del mismo modo que el sol un febrero por la
mañana. Le gustaba esconderse entre mis sábanas, llamarme a gritos te quiero,
para luego tratarme con la (in)deferencia que se trata a un extraño. Adoraba
los días grises y oscuros, las noches largas, la luz encendida. Odiaba la
lluvia y las nubes, los días cortos, el interruptor arriba. Se quejaba de los
llantos entre lágrimas. Era una suerte de gato negro, ojos jade, que decidió
cruzarse en mi camino. Era todo y nada.
Recuerdo, como recuerdo cada segundo, la primera vez que me miró.
Fatalidad. Abracé aún más fuerte mi consabido radicalismo. Salté al vacío sin
detenerme a mirar dónde quedaba el suelo. Ella se mordía desnudo, el labio. La
segunda vez que me miró, ya estaba arriba.
Le gustaba bailar con las olas, pero se ahogaba en un vaso de agua. Era el
pero de esa frase que empieza en sí y muere en no. Blanca y pura cocaína. Le
gustaban los juegos. Le quemaba la voz el orgullo. Habría dicho quién era, creí
reconocer su coreografía hasta que me cogió de la mano entre giros y piruetas.
Siendo sincero, la conocí. Siendo sincero, no la conozco. ¿Quién es? ¿Qué
quiere?
¡Oye!-increpó a mi ausencia-. Perdona, solo pensaba en mis cosas-
repliqué-. Se terminó el té de un sorbo mientras nos levantábamos y salíamos.
Fuera nos dio la bienvenida la realidad. Me miró cómplice. Sus ojos
dijeron: estoy segura de que te quieres conmigo. Su boca susurró: me voy. Y ella
se fue con el viento.