domingo, 29 de diciembre de 2013

Dos mil trece

No hace falta ser un erudito de las matemáticas para haber caído en la cuenta de que quedan dos días para que nos despidamos de 2013. Trescientos sesenta y tres días ya se han ido; en horas: ocho mil setecientas doce; y en minutos... bueno en minutos ya sería pasarse.

Ocho mil setecientas doce horas dan para mucho. Ocho mil setecientas doce horas dan para mucho, máxime si en la primera de ellas ya propones un giro de 180º que no te afecta solo a ti, sino a parte del mundo. ¡Vaya! ¡Todo patas arriba y sin siquiera pedir permiso!

Van ya ocho mil setecientas doce horas, pero muchas más lecciones. Dos mil trece, como todo el que conoce mi historial con dicha cifra sabrá, estaba llamado a ser un año especial. 

Dos mil trece ha sido un año de descubrimientos. Ha sido un año de descubrir personas inéditas en familiares y personas familiares en cuerpos distintos. Pero sobre y ante todo, dos mil trece ha sido un año en el que me he descubierto a mí mismo. Me he dado cuenta de que no existe límite alguno donde yo creía que podían estar, que a cada paso que doy se alejan cada vez más y más. Me he dado cuenta de quién soy y de qué quiero. ¡En serio os lo digo! El que ahora os escribe no es sino una versión mejorada (muy mejorada) de aquél que casi sin querer empezase dos mil trece con ilusión y su propósito de vuelco.

Como os decía, ha sido un año de descubrimientos, pero no hay descubrimiento que valga sin vértigo. ¿Vértigo?- os preguntaréis-. Sí, VÉRTIGO. Y cuando digo VÉRTIGO no me refiero a mirar por la ventana de un octavo, no. Cuando digo VÉRTIGO me refiero a la prisa y la pasión; a frenar la carrera al borde del abismo. Cuando digo VÉRTIGO os hablo del miedo a lo nuevo; a no saber qué viene después. Pero, cuando os digo VÉRTIGO, sobre todo, me refiero a sonreír y afrontar todo eso aún cuando hay miedo. A eso le llamo yo VÉRTIGO.

Y es que, amigos, trescientos sesenta y tres días después, me he dado cuenta de que el vértigo puede empujarte hacia delante o hacia atrás; puede hacerte implicarte o huir; puede hacer que tus días sean eternos o pasen como una exhalación. Solo depende de la posición que adoptes ante él.

Trescientos sesenta y tres días llenos de miedo, prisa y pasión, incertidumbre pero sobre todo de sonrisas acompañando a cada paso. Trescientos sesenta y tres días llenos de vértigo.

Quedan dos para decir adiós a este año. Quedan dos días para decir adiós al año en el que decidí dar un vuelco a parte del mundo sin pedir permiso, pero sobre todo sin disculpas, sin perdones y sin decir que lo siento. Ya se asoma dos mil catorce.

A éste próximo año no le pido salud, dinero ni nada por el estilo. Solo le pido lo que éste 13 y yo nos hemos encargado de procurarnos: VÉRTIGO.

domingo, 3 de noviembre de 2013

0,(142857) ̂

Sucede una vez cada siete días que el tiempo se detiene.

Hay quien los llama domingos. Son un bucle y un torbellino. Hay quien los ve como un final más y quien los entiende como un nuevo principio. Todo parece ser diferente. Todo se ve diferente, como bañado con otra luz. Como si el cristal por el que miramos el resto de días desapareciese.

Por alguna extraña pero inherente razón, los domingos nos desactivamos. La máquina dice basta y nos ponemos en modo espera. Humanizan. Nos queremos más a nosotros mismos. Nos odiamos hasta la saciedad. Nos sentimos confusos. Nos sentimos alegres y dolidos. Pensamos, reflexionamos y, ¿por qué no decirlo? Nos mostramos más al desnudo. Tan al desnudo que nuestras dudas e inquietudes se convierten en rémoras. Veinticuatro horas de ilusión que se esfuman con la llegada del crepúsculo. Humanizan.

Con la llegada del lunes se termina la introspección, nos enfrenta contra él, nos aleja de nuestro lado más humano. Nos hace desviar la atención para mirar a temas más banales. Nuestras preocupaciones no desaparecen, pero se disfrazan de sinsentidos. No es raro que ni a Garfield (que era más humano que mucho de los humanos) le gusten los lunes.



No debió ser casualidad que si es que existe un Dios descansase el domingo. Sí que debió hacernos a nosotros, pequeños peones, a su semejanza. A nosotros, pequeños peones de ébano y marfil, que nos encontramos a la espera de que se esfume el hechizo del domingo para volver a conectarnos, a automatizarnos, dejando de un lado la búsqueda, cediendo al tiempo el lugar que le corresponde, volviendo al correr de las agujas.

                                        

domingo, 27 de octubre de 2013

Percusión

                No es algo de lo que esté orgulloso. Ni siquiera me lo planteé con anterioridad. Pero, sea como fuere, lo único cierto es que el tiempo ha pasado y no se ha parado ni un momento a esperarnos.

                ¿Se han esfumado ya dos años? Parece mentira, así es. No me olvidé aún del tintineo del cristal de la mesa, de mis rabietas, de mis negativas a pasar la tarde allí. Lo odiaba, de verdad que lo odiaba, lo odiaba porque no lo podía entender. No quiero que me malinterpretes, claro que quería estar contigo, pero es solo que aún no lo sabía. Mis preocupaciones no se encontraban allí entre franela y braseros, entre aspas de ventilador y puertas que entonces no se podían abrir.

 Yo solo era un niño, un niño al que secuestraban para llevarme a un lugar de mayores, a sentarme en una butaca donde la diversión siempre ganaba al escondite.

                Ahora, hoy, no sé si será cosa de Skillet y su Lucy, del cambio de hora, porque es domingo, porque llueve o porque es otoño (probablemente sea esto último, Yoli siempre dice que el otoño es para echar de menos) pero me viniste a ver.

                ¿No es curioso lo bien que maquilla la ausencia el tiempo? Hoy al lavarme la cara cayó el telón dejando desnudos los bastidores.

                Ahora, hoy, no sé si será cosa de que te echo en falta, pero dejaría a un lado mis horas de diversión por unos cuantos minutos a tu lado, por conocerte mejor, por volver a oír la melodía de tu sordo concierto de percusión. Las cambiaría por todas aquellas veces que te hacías como que no oías, adrede, bromeando; por los millones de anécdotas e historias. Las cambiaría por un simple abrazo tuyo, sin mediar palabra. Las cambiaría por todos esos besos al saludarnos y despedirnos (solo que en esta ocasión sería yo el que te pinchase a ti, si me vieras con esta barba… ¡menuda me caería!).

                Como ya te dije, el tiempo no nos esperó. Los días pasan, las nubes continúan su camino, las hojas se caen y se vuelven a levantar. Nada parece haber cambiado, nada aparte del vibrar del cristal bajo tus dedos, nada aparte de tu media sonrisa y de tu calor.

                No te preocupes, no será así por mucho tiempo más. Hablaré con papá. Quiero volverte a ver, este viernes te iremos a ver.


                Te quiero.

viernes, 9 de agosto de 2013

Cuaderno de Ruta V: Día Ochocientos dos

Esta es una historia de huida. Una historia de huida premeditada. Un grito, una lucha contra la introspección de esta, mi celda. Una historia de una carrera por la libertad, una historia de una carrera por lo imposible a la espera de un guiño del destino. 

Todo comenzó con una mirada furtiva seguida de un plan absurdo. Nadie apostó por mi, nadie pensó nunca que pudiera llegar a darle la espalda a, estos, mis barrotes. Solo una dosis de fe desmesurada y un deseo irracional podían hacer pensar en una mínima posibilidad de éxito al mayor de los idealistas.

He burlado la vigilancia de mil atentos ojos, las firmes pisadas de los guardias las mantuve a raya. He bailado con el tañido de los casquillos, la sangre siempre la mantuve fría. He nadado en un mar de alambre de espino, el dolor no fue un problema. Donde el miedo hizo retroceder a otros yo seguí adelante.

No sé si es locura o determinación. Solo sé que después de ser invisible, bailar un tango con el plomo y acabar con el dolor a crol me encuentro de frente con una pared de acero blindada. Una pared que sube hasta acariciar el cielo tapando el sol. No sé si es locura o determinación, pero harán falta más de mil paredes  como para apartarme de mi destino, más de mil paredes para que ceje en mi plan absurdo destino a ti.

domingo, 27 de enero de 2013

Cuaderno de Ruta IV: Día Seiscientos siete

De súbito abandoné mi carrera. Es tiempo para el receso, es tiempo de respirar. Las manos en las rodillas, el corazón fuera del pecho y el aire, corto, casi huido. Seiscientos siete días después he vuelto.
Cuaderno de Ruta IV: Día Seiscientos siete

Es el recuerdo, pendenciero, el que me ha seducido. Soy yo, cándido, el que ha regresado. El paso de los años arroja luz a este paraje ahora desierto. Ya de las incipientes hojas a las que escribí solo quedan las ramas desnudas y grises. Las gotas tornaron lagunas, las nubes guirnaldas de seda. Brillan en el cielo, negras, las afanadas tejedoras mientras continúan su hilar.

También yo he cambiado. Mi lento caminar se disfrazó de prisa. Perdí el rumbo vacío que un día tomé. Crucé el océano para volverme a encontrar. Casi seis mil kilómetros no bastaron. Desanduve lo andado. Trepé hasta un punto elevado. El mundo bajo mis pies. Doscientos cincuenta y seis metros, tampoco fueron suficientes. Movimiento no significa adelanto. Seiscientos siete días después estoy en el mismo lugar.

Nadie recuerda como comenzó todo, no nos queda más que confiar mientras nos hablan de libertad. Mientras nos hablan de libertad, cuando lo único cierto es que somos personajes desahuciados en una tragicomedia in medias res