domingo, 3 de noviembre de 2013

0,(142857) ̂

Sucede una vez cada siete días que el tiempo se detiene.

Hay quien los llama domingos. Son un bucle y un torbellino. Hay quien los ve como un final más y quien los entiende como un nuevo principio. Todo parece ser diferente. Todo se ve diferente, como bañado con otra luz. Como si el cristal por el que miramos el resto de días desapareciese.

Por alguna extraña pero inherente razón, los domingos nos desactivamos. La máquina dice basta y nos ponemos en modo espera. Humanizan. Nos queremos más a nosotros mismos. Nos odiamos hasta la saciedad. Nos sentimos confusos. Nos sentimos alegres y dolidos. Pensamos, reflexionamos y, ¿por qué no decirlo? Nos mostramos más al desnudo. Tan al desnudo que nuestras dudas e inquietudes se convierten en rémoras. Veinticuatro horas de ilusión que se esfuman con la llegada del crepúsculo. Humanizan.

Con la llegada del lunes se termina la introspección, nos enfrenta contra él, nos aleja de nuestro lado más humano. Nos hace desviar la atención para mirar a temas más banales. Nuestras preocupaciones no desaparecen, pero se disfrazan de sinsentidos. No es raro que ni a Garfield (que era más humano que mucho de los humanos) le gusten los lunes.



No debió ser casualidad que si es que existe un Dios descansase el domingo. Sí que debió hacernos a nosotros, pequeños peones, a su semejanza. A nosotros, pequeños peones de ébano y marfil, que nos encontramos a la espera de que se esfume el hechizo del domingo para volver a conectarnos, a automatizarnos, dejando de un lado la búsqueda, cediendo al tiempo el lugar que le corresponde, volviendo al correr de las agujas.