Sucede una vez
cada siete días que el tiempo se detiene.
Hay quien los
llama domingos. Son un bucle y un torbellino. Hay quien los ve como un final más y quien los entiende como un
nuevo principio. Todo parece ser diferente. Todo se ve diferente, como bañado
con otra luz. Como si el cristal por el que miramos el resto de días
desapareciese.
Por alguna
extraña pero inherente razón, los domingos nos desactivamos. La máquina dice
basta y nos ponemos en modo espera. Humanizan. Nos queremos más a nosotros
mismos. Nos odiamos hasta la saciedad. Nos sentimos confusos. Nos sentimos
alegres y dolidos. Pensamos, reflexionamos y, ¿por qué no decirlo? Nos mostramos
más al desnudo. Tan al desnudo que nuestras dudas e inquietudes se convierten
en rémoras. Veinticuatro horas de ilusión que se esfuman con la llegada del
crepúsculo. Humanizan.
Con la llegada
del lunes se termina la introspección, nos enfrenta contra él, nos aleja de
nuestro lado más humano. Nos hace desviar la atención para mirar a temas más
banales. Nuestras preocupaciones no desaparecen, pero se disfrazan de
sinsentidos. No es raro que ni a Garfield (que era más humano que mucho de los
humanos) le gusten los lunes.
No debió ser
casualidad que si es que existe un Dios descansase el domingo. Sí que debió
hacernos a nosotros, pequeños peones, a su semejanza. A nosotros, pequeños
peones de ébano y marfil, que nos encontramos a la espera de que se esfume el
hechizo del domingo para volver a conectarnos, a automatizarnos, dejando de un
lado la búsqueda, cediendo al tiempo el lugar que le corresponde, volviendo al
correr de las agujas.